lunes, 13 de julio de 2015

La laguna

   
        Los niños corrían alrededor de la mesa. Era una cocina pequeña, el polvo del piso se levantaba tras los zancos de los nietos. Risas acompañadas de empujones.
  —¡Cuidado! No corran porque se van a quemar —dijo la abuela.
    Preparaba unas tortitas para la media tarde en una antigua cocina a leña.
    Afuera, el sonido de las ranas crecía al caer la tarde. La enorme laguna quedaba a pocos metros de la casa. Allí la abuela solía llevarlos a pescar.
    Los niños vivían con ella desde que sus padres desaparecieron. El mayor, de siete años, era quien ayudaba con los animales y se pasaba las horas jugando en la laguna. Y la niña, de cinco, acompañaba a su abuela en todo, a limpiar, a cocinar y la huerta era su lugar preferido.
    Después de tomar la leche salieron a guardar los animales en sus corrales. La niña cortó flores silvestres mientras su hermano y la abuela caminaban despacio hacia la casa.
    Al oscurecer, calentaba agua en la salamandra para bañarlos. Llenaba una gran tina y empezaba por la pequeña. Luego le colocaba su camisón y la acostaba a esperar la hora del cuento. Ese día descubrió en su nieto unas escamas en su espalda. Buscó una crema y la frotó sin decirle nada.
    El día sábado la abuela les cambió la ropa y los llevó al pueblo a vender unas gallinas y comprar mercadería. Entraron al almacén y, mientras la abuela pedía los alimentos, ellos observaban apoyados en el mostrador. La dueña del negocio miraba intranquila al niño, hablaba y fijaba sus ojos en los brazos que ya estaban cubiertos de escamas y sobresalían por debajo de la manga.
    Terminado el trato, salieron del almacén y regresaron a la casa. La anciana preparaba la comida y el niño la interrogaba.
  —Abuela… ¿cuándo me vas a contar cómo desparecieron mamá y papá?
  Y todos los días el niño preguntaba pero la abuela lo disuadía con alguna otra cuestión sobre los animales, la huerta o la pesca.
    Hasta que un día buscó su caña y le avisó a la abuela que iría a pescar a la laguna. Ella le dijo que esperara porque todavía no podía acompañarlo, pero se fue sin escucharla.
    La laguna inspiraba una tierna tranquilidad. El niño colocó una lombriz en el anzuelo y cuando iba a impulsarlo al agua una luz incandescente apareció del cielo y el niño cubrió sus ojos.
    La abuela terminó sus quehaceres y se fue a la laguna. Notó que su nieto no estaba en el lugar de siempre, sin alarmarse recorrió todo el perímetro pero el niño ya no estaba. En ese momento vinieron a su mente todas las respuestas. Observó la laguna, elevó sus ojos al cielo y volvió a la casa.

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